Cuando una parte del cuerpo se lesiona uno de los primeros mecanismos de protección del organismo es el dolor. La función de este mecanismo básico de supervivencia es ayudar a restringir el movimiento en la zona afectada para favorecer los procesos de recuperación. Sin embargo, la perpetuación en el tiempo de esta situación puede llegar a producir una sensación aumentada del dolor y una actitud de miedo al movimiento incluso después de la curación de la lesión.
El miedo al movimiento como factor perpetuante del dolor
No es nada extraño, el miedo es algo natural, es otro de nuestros mecanismos de supervivencia básicos. Cuando se produce una crisis de dolor de espalda las consecuencias asociadas van mucho más allá de la incapacidad física y el dolor. Si esta situación de apariencia incontrolable se prolonga en el tiempo, se acompaña de información negativa acerca de la enfermedad o patología y produce serias limitaciones a nivel social, familiar y laboral no es extraño que aparezcan emociones negativas y pensamientos catastrofistas (imaginar las peores consecuencias posibles) relacionados con la incapacidad y el movimiento.
En definitiva, nuestros centros superiores analizan continuamente la información proveniente del entorno y la cotejan con nuestras experiencias pasadas (nuestros aprendizajes) para detectar situaciones de peligro para el organismo. Cuando en esa primera fase de la lesión el dolor es muy intenso o se prolonga en el tiempo y aparecen pensamientos negativos, la asociación del movimiento con el dolor queda tan firmemente grabada en nuestro cerebro que el individuo tratará de evitarlo en un futuro. Igual que el perro de Pavlov salivaba cada vez que sonaba la campana sin estar presente la comida, aprendemos que el movimiento supondrá dolor o agravación de la lesión incluso sin existir una lesión real o estar sanada.
«Las creencias negativas sobre el dolor y la información negativa de la enfermedad conducen a una respuesta catastrófica en la que se piensa el peor resultado posible de la actividad. Esto conduce al miedo a la actividad y a la evitación que a su vez provoca el desuso y la angustia resultante, reforzando la valoración negativa original.» – Linton, S. J., Vlaeyen, J., & Ostelo, R. (2002). The back pain beliefs of health care providers: are we fear-avoidant?. Journal of occupational rehabilitation, 12(4), 223-232.
Consecuencias del miedo al movimiento
La falta de movimiento empeora directamente la calidad de vida del individuo. Las principales consecuencias de evitar el movimiento son una mayor percepción de la intensidad del dolor y duración del mismo. Además, esta situación va asociada a una disminución de la aptitud física, una mayor discapacidad y menor funcionalidad. En este sentido, varios estudios también muestran una fuerte relación entre el miedo al movimiento y la aparición de trastornos musculoesqueléticos (contracturas, puntos gatillo, rigidez, debilidad…).
Por otra parte, el miedo al movimiento llega a afectar a las actividades profesionales, familiares y sociales pudiendo incluso eliminar la participación en las mismas. Derivado de todos estos resultados no resulta extraño encontrar alteraciones como la depresión o la ansiedad.
En definitiva, el miedo a moverse es un factor determinante en la intensidad y cronificación del dolor lumbar y cervical. Se debe neutralizar con la certeza de que no existe riesgo con el ejercicio adecuado, sino todo lo contrario. Una exposición gradual e individualizada a la actividad física supondrá una disminución del miedo y un primer paso hacia la recuperación.